El proceso para reducir la jornada laboral a 40 horas semanales ha entrado en una nueva etapa. Con los foros de diálogo organizados por la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) concluidos, el siguiente paso será presentar una propuesta legislativa que recoja las conclusiones y preocupaciones de todos los sectores involucrados. Sin duda, se trata de un cambio de gran trascendencia, que debe abordarse con visión integral, responsabilidad y sensibilidad técnica.
Más allá del objetivo legítimo de mejorar el equilibrio entre vida personal y laboral, el verdadero reto está en lograr una implementación que respete la diversidad del mercado de trabajo, impulse la productividad y mantenga la estabilidad de las empresas.
Para ello, es indispensable que el debate legislativo no se limite a la reducción de horas, sino que contemple una reforma más amplia y estructurada.
México tiene un mercado laboral profundamente desigual. Mientras algunas industrias y grandes empresas podrían adaptarse con relativa facilidad a una jornada de 40 horas, muchas micro, pequeñas y medianas empresas enfrentan márgenes ajustados y una operación intensiva en mano de obra.
De ahí la necesidad de establecer reglas diferenciadas, escalonamientos claros y mecanismos de apoyo que acompañen la transición.
El consenso alcanzado en los foros en torno a una reducción gradual es un paso positivo. Ahora toca diseñar un modelo flexible que reconozca las distintas dinámicas sectoriales y regionales, y que permita avanzar sin poner en riesgo empleos ni afectar la competitividad.
Una reforma de esta magnitud también debe ser una oportunidad para actualizar y precisar otros aspectos de la Ley Federal del Trabajo que, aunque ya están contemplados, requieren mejor regulación para poder aplicarse eficazmente.
Tal es el caso del pago por hora, las jornadas especiales, los esquemas de trabajo por objetivos o los llamados bancos de tiempo.
Hoy existen vacíos normativos que generan incertidumbre tanto para trabajadores como para empleadores. Regular con claridad estas figuras permitiría avanzar hacia modelos más modernos, adaptados a las necesidades de distintas industrias, y que incluso podrían facilitar la transición a una jornada semanal reducida sin sacrificar productividad.
Asimismo, debe considerarse cómo afectará este cambio a la estructura salarial y prestacional de las y los trabajadores. La reforma debe garantizar que no haya afectaciones al ingreso, pero también prever cómo se calcularán las prestaciones laborales y las aportaciones de seguridad social bajo nuevos esquemas de tiempo.
La informalidad, el gran desafío de fondo.
Uno de los puntos clave que no puede quedar fuera del análisis es la informalidad laboral, que aún representa más del 50 % de la ocupación en el país.
Reducir la jornada en la ley no tendrá impacto real si millones de personas siguen trabajando fuera del marco normativo. La reforma debe ir acompañada de medidas para fomentar la formalización, con incentivos concretos y apoyo técnico, especialmente a las pequeñas unidades económicas.
También es relevante pensar en un mecanismo de monitoreo y evaluación —como un observatorio tripartito— que permita medir el impacto de la reforma, corregir el rumbo si es necesario y fortalecer el cumplimiento de las nuevas reglas.
México tiene la oportunidad de construir una reforma laboral histórica, pero su éxito dependerá de que mantengamos una ruta técnica, abierta al diálogo y orientada a la solución de problemas concretos.
Es posible avanzar hacia una jornada de 40 horas, siempre que se haga con gradualidad, enfoque sectorial y una visión de corresponsabilidad entre autoridades, empresas y trabajadores.
Los foros ya dieron el primer paso. Ahora toca al Congreso y a los actores del mundo del trabajo construir acuerdos que garanticen que esta reforma beneficie a todos sin comprometer la viabilidad operativa ni la estabilidad económica del país. La clave está en escuchar, conciliar y regular con inteligencia.